Una rosa azul
Los conocí
en el taller de cine. Al principio creí que Román era su
cuidador.
Se comportaba con enorme profesionalidad con Cristina, a la vez que mostraba
enorme delicadeza en cada una de sus acciones.
Cristina
era portadora de un gen “extraño”. No dio síntomas de su
enfermedad hasta los 30 años.
Uno de sus
hermanos había fallecido por ese maldito gen. El otro, como ella, se aferraba a
la vida y a su silla de ruedas.
En la familia Muñoz fue un zarpazo descubrir la presencia de la enfermedad neurodegenerativa. De cuatro hermanos, tres la habían desarrollado. Carmen, la más pequeña, es la excepción y encara su vida, dedicada a la investigación de ese tipo de enfermedades.
Cuando
Cristina comprendió sus primeros síntomas, no se derrumbó. Decidió vivir
intensamente. Lo hizo de la forma que más le fascinaba.
Comenzó a
viajar. Primero a paises lejanos, después a lugares cercanos donde no eran
problema sus muletas; finalmente la incapacidad para caminar, la llevó a
descubrir ciudades españolas con encanto
En una de
ellas, en Murcia, acudió un verano, a un encuentro de Investigadores
en Ataxia de Friedeich. Ese era el nombre de la enfermedad que padecía.
A la llegada, la organización había previsto que varios voluntarios y trabajadores
sociales recogiesen a los participantes en el evento.
A Cristina
le encantó el detalle. Su sensación de libertad se mantenía intacta. La
libertad de pensamiento y obra por encima de todo, era su objetivo. Su principal
reto seguía siendo mantenerse activa e independiente.
En la
estación los operarios de RENFE ayudaron a Cristina a bajar del vagón. En el
arcén le esperaba un hombre joven y atractivo.
Fue un
flechazo. Ambos se sintieron atraídos el uno por el otro en el primer instante.
A lo largo
de la semana de programación del encuentro medico, Cristina y Román no se
separaron. Fueron días de sonrisas al descubrirse,
de ternura al simplemente encontrarse involuntariamente sus manos, al conversar
apasionadamente sobre la vida.
Se
despidieron. Ella le pidió que nunca más volvieran a verse. No quería sufrir ni
hacer sufrir, pues conocía bien el proceso de la enfermedad que padecía.
Una semana
después Román, tras haberlo meditado, viajo a Sevilla donde Cristina vivía con
su familia. No tenía ninguna duda. Se casaron
en ocho semanas.
Unos meses más tarde, los especialistas, otorgaron en su diagnostico, tres años de
calidad de vida para ella. Esto no la amedrentó, al contrario.
Su pasión
por el viaje se torno en amor al cine. La viajera incombustible se transformó
en guionista, actriz y directora de cortometrajes.
Cristina imparte conferencias sobre su actitud positiva ante la enfermedad y no ha dejado de amar a
Román cada minuto de su vida.
Han pasado
diez años desde el diagnostico en el que tan solo le ofrecían 36 meses de
normalidad.
Diez años
de pasión por la vida
Diez años
de amor a Román.
Carmen, la
hermana pequeña, continúa investigando para hallar un
medicamento
que palie la enfermedad de sus hermanos. Cada nuevo tratamiento es una vía de
esperanza. Cada llamada desde el laboratorio un haz de luz.
Carmen sabe
que es afortunada. Lo es por dos motivos fundamentales. Por no portar el
gen maldito y sobre todo, por saber que sí posee otro similar al de sus hermanos.
El gen de la valentía, de la fuerza, del amor a la vida.
Seguirá
hasta el último segundo de su carrera procurando encontrar
medicamentos
que salven vidas.
Román hoy
acaricia la cara de Cristina. Lo hace como hace más de diez años en Murcia.
Su flechazo
no ha cedido al paso del tiempo. Se enamoró de una mujer inteligente, hermosa y
dulce. No vio su silla ni su enfermedad.
Cuando Román se despidió de Cristina tras el simposio lloró. Pensó que su amor tenía que vivirlo, que no merecía la pena perder el tiempo.
Cuando Román se despidió de Cristina tras el simposio lloró. Pensó que su amor tenía que vivirlo, que no merecía la pena perder el tiempo.
No se equivocó .
Sigue siendo feliz, ama a una mujer de mente libre. Román ama a Cristina, a su
inteligencia, a su fuerza por demostrar que la discapacidad solo existe en
nuestra mente.
Román
continúa el 11 de cada mes, regalando una rosa azul.
Un 11 de
abril de hace una década, Cristina llegó a Murcia con una rosa azul en su mano.
Son flores
especiales que hablan de la consecución de lo imposible. Son extraordinarias, como
el amor, que de ellos nació.
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