Cabo de Peñas

Cuando era pequeña soñaba con recorrer cabos y golfos. Los señalaba con primor en el grandioso mapa de cartón plastificado. Le gustaba imaginar su paseo entre las rocas para observar el atardecer en ellos.
Cada martes y jueves miraba fijamente al profesor. En sus ojos la ambición por coger el puntero. Escuchar su nombre, acercarse al estrado y viajar de este a oeste era su objetivo.
Había nacido tierra dentro. No había pisado la arena de la playa hasta los ocho años. Le gustaban las películas donde barcos, mensajes en botellas y faros estaban presentes. El mar era su gran sueño.
Le apasionaban los libros de geografía. Deseaba hallar trazos y trayectos para alcanzar la brisa. Ansiaba acariciar la espuma del mar.
Fue siempre la primera de clase en geografía. Se licenció en magisterio. Aprobó la oposición y recorrió colegios rurales del Sistema Ibérico.
Cada verano viajaba a puntos de la Costa diferentes. Cruzó el Mediterráneo en varias ocasiones en grandes buques. Pero no conseguía sentir en la punta de sus dedos la caricia de las pequeñas pompas de espuma.
Una primavera, abrazada por el sol del mediodía, dejo sobre el cómodo sillón los libros de viajes. Sintió un pinchazo en su estómago. Había hallado el porque de su fallido encuentro amoroso con las olas.
Se apresuró a marcar un número de teléfono. Lo recordaba a pesar de no teclearlo desde hacía años. La respuesta fue inmediata. Tan solo en tres frases volcó su deseo.
Dos meses más tarde cerró su diminuta bolsa de enseres para el viaje. Tan solo lo imprescindible. Se calzó unas ligeras zapatillas.
En la puerta le esperaba el Caballero de los ojos de agua marina. Subió al Rocinante con bujía. La brisa, la arena mojada, el chasquido de las moléculas al penetrar en los inhóspitos poros de las rocas la llamaban.
Se embarcaba en un viaje sin tiempo. El único objetivo era recorrer despacio los trazos que un día señaló con el puntero en el ajado mapa.
Se abrazo a la persona que siempre amo. Le susurró al oído un te quiero. El viaje comenzó.
El camino no tenía paradas señaladas. El sol marcaría el descanso. Lo que sí sabían era que el Cabo de Peñas señalaría el meridiano entre ellos y Finisterre.
En su primera etapa cerró los ojos. Caminó de la mano de su deseado compañero de viaje. Los dedos de sus pies al hundirse levemente en la fina arena provocaron en su cuerpo un placer desconocido.
En las rocas de Machichaco se besaron intensamente. La vida sin tiempo les esperaba en cada puesta de sol.

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