Viernes Santo, sentimiento indescriptible.
Las puertas
se cerraron. Solo los hermanos en sepulcral silencio permanecían en el interior.
Emocionados, ocupando su lugar a la espalda del portalón, daban los últimos toques
a la vestimenta. En tan solo unos minutos la puerta se abriría.
Lentamente,
por una brizna de espacio entornado, penetramos en la hermosa plaza. A un metro la mesa y
las sillas que nos acompañarían en el momento mas intimo y esplendoroso.
El ruido
incesante de sonidos múltiples cesó de golpe.
Tambien el
silencio aquí abrazó a todos los presentes. El corazón se encogía y expandía
con la misma intensidad. Nunca un sentimiento tan absorbente había llenado mi
alma. La plaza latía al unisonó. Los tambores, bombos, trompetas, clarines,
voces de los pequeños, de los mayores, de los turistas, todo calló. El susurro
del cerrojo cumplido las previsiones.
Con perfecta
sincronización la regia puerta se desplegó. Las negras túnicas comenzaron el
desfile. Los colores de la semana Santa en las vestimentas acompañantes
lacraron más el sentimiento común.
Dentro, con mágica
destreza en su organización, los pasos aguardaban. Todos sabían en que instante
buscar la fuerza en su interior y trasladarla a manos pies o espalda para avanzar.
Las
lágrimas, la felicidad, el recuerdo, la petición o el ruego, se mezclaban dentro
y fuera de la barroca iglesia.
Sentada, junto a dos Hermanos de la Sangre de
Cristo, el pensamiento solo alcanzaba a absorber la potente energía que en
aquel punto del universo se generaba por segundos.
¿Qué provoca
a los hombres a empeñarse en el recuerdo de una cruz?
¿Por qué todos,
creyentes y no creyentes, se afanan en recordar el hecho?
¿Cuándo cada
uno de nosotros siente la necesidad de creer?
Llegó el
momento. En mis manos las palabras escritas por Rafael Ariza. En la garganta la
expresión de toda una amalgama de sentimientos inspirados en esos minutos.
Fue el
viernes Santo de un año atrás, del 2019. Era la primera ocasión en la que se realizaba
un pregón antes de iniciarse la procesión del Santo Entierro. La Hermandad de
la Sangre de Cristo, quiso que fuese una mujer quien lo pronunciase.
Fue un honor.
Fue un honor.
Finalizado el
pregón, la procesión dio comienzo. Por el estrecho arco, de la iglesia de Santa
Isabel, fueron saliendo los pasos. Los cofrades se irían incorporando como en
una delicada danza. La grandeza de una
procesión que serpentea hasta el infinito las calles de Zaragoza, nacía bajo este
sobrio latido.
Mis manos
doblaron el papel que contenía aquellas hermosas palabras. Al levantar los ojos, como en cada una de las personas que
procesionaban, mi corazón estaba con los seres mas queridos, los que estaban y
los que marcharon.
Un
sentimiento indescriptible se apoderó de mí.
Hoy, aquel recuerdo
permanece inalterable. Y es por ello que, aun sin poder este Viernes Santo,
volver a mirar la vida desde el portalón que retiene miles de corazones, se que
la misma energía se respirará en cada casa, en cada balcón, en cada arcón,
en cada iglesia o capilla.
El amor
universal de la cruz late con más fuerza esta Semana Santa.
Nos sabemos juntos
ante un camino en el que la luz vencerá.
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